El Partido Popular, otrora acreditado circo con
múltiples pistas, célebres artistas y fieras de diversa condición, pasa por
horas de abatimiento, camino, si nadie lo remedia, del ocaso definitivo. Su cuantiosa
nómina de estrellas resplandecientes ha ido dejando paso a una parada de
monstruos aberrantes, ejemplo de tullideces intelectuales y deformidades
políticas. Se barruntan jornadas de quiebra y remate. La dirección no
reacciona, quien sabe si bajo los influjos de alguna pócima que le abotaga los
sentidos y le congestiona las entendederas. El negocio se derrumba y los
artistas deformes anticipan dificultades para hacer efectivos los subsidios
habituales; alguien está empezando a trabar las viejas puertas giratorias. Se les
escuchan los lamentos del ya no somos nadie y el desvanecimiento los pilla
artríticos y veteranos. Toda una generación de la derecha española se esfuma y
nadie se acordará de ellos cuando hayan muerto políticamente. O acaso solo se
rescatará su recuerdo para escarnecer sus vicios y deformidades.
La decadencia ha empezado y hoy quizás ya sea
tarde. El llamado de Rajoy, bocina en ristre, para asistir a la contemplación
de las hazañas de la corte popular ya solo convoca a examinar un muestrario de especímenes
incapaces de saltimbanquear, contonsionar o volar de trapecio en trapecio. Ya
ni los payasos ni sus payasadas hacen puta gracia.
Como el aberrante comportamiento de la mañana del
11 de marzo de 2004. Sí, aquel día de infausto recuerdo en el que centenares de
personas dejaron sus vidas en un clímax de terror i irracionalidad. Hoy hemos
sabido que, justo cuando las bombas segaban vidas y en los despachos de la
calle Génova se manufacturaba una versión chapucera y tramposa de los atentados,
en el negociado económico de la misma sede del Partido Popular, quien sabe si
en la misma planta, se elaboraba un cronograma de viajes a la cercana sucursal
de Caja Madrid con objeto de blanquear donaciones y emporcar la imagen del
sistema democrático, todo al mismo tiempo y sin solución de continuidad.
La Fundación para el Desarrollo Económico y Social
de Madrid, presidida por Pio García Escudero fue el instrumento utilizado para
llevar a la práctica el blanqueo inmundo. Desde la sede del partido una retahíla
de empleados recorrieron aquella mañana el trecho que los separaba de la entidad
financiera para blanquear los réditos de la corrupción de a poquitos, en
cantidades inferiores a 3.000 euros, mientras las ambulancias salían zumbando
hacia las estaciones del transporte público que se habían convertido en
escenarios del horror.
Pio García Escudero, el actual presidente del
Senado, jamás podrá purgar, aunque viva mil años en penitencia rigurosa, semejante
maldad. Que hoy siga presidiendo una tan alta institución del Estado es,
simplemente, un insulto a tantos millones de ciudadanos honestos. En la parada de
las monstruosidades deformes y tullidas que están saliendo a la luz pública, Pio
García Escuredo ocupa un lugar destacado. Los españoles no deberían permitir
que su podredumbre repugnante acabe provocando la amputación del sistema democrático
de libertades. Deberían pensar que, en otros regímenes, Pio García Escudero, no
sería una inmunda anomalía sino un ejemplo más del estado natural de las cosas.
Y, para acabar, una advertencia al Partido Popular:
o reaccionan o pasarán a la historia como un nauseabundo vertedero. Les va en
ello no sólo la reputación, también la supervivencia.