dimarts, 9 de febrer del 2016

Titiriteros molidos a palos por los títeres que manipulan




Resultado de imagen de retablo del maese pedroRecordarán (o no) a Maese Pedro, también conocido como Ginesillo de Parapilla, antiguo galeote, malcarado y truhán, que, tras ser bravamente liberado, se trasladó al reino de Aragón y, por no ser reconocido, cambió de apariencia y de oficio. Se tapó el ojo izquierdo, compró un mono bereber, consiguió un retablo de marquetería y se dedicó al arte menor de la titeretería. Sabemos de semejante bribón por sus encuentros con el hidalgo Don Quijote de la Mancha, contados por el tullido Miguel de Cervantes. Toparon, por vez primera, en Sierra Morena, cuando Maese Pedro ostentaba la condición de preso y el caballero lo liberó, recibiendo por paga su ingratitud, pues en un momento de descuido aprovechó Ginesillo para robar el borrico que, por entonces, montaba Sancho Panza. Más adelante, volvieron a coincidir en una venta a orillas del rio Ebro, donde el antiguo bandido representó, con abundancia de muñecos, la liberación de Melisendra, a manos de su heroico esposo, Don Gaiferos, bajo el escrutinio majestuoso de Carlomagno, padre putativo de la cautiva.

En el clímax de la función, cuando los muñecos del esposo y la rescatada huían de la fortaleza musulmana donde a ella la tenían presa, perseguidos por una hueste de títeres enfurecidos, Don Quijote se trastocó completamente y, confundió a aquellos que sólo eran muñecos con un ejército de heréticos bellacos, y a la pareja de monigotes que se escapaba, para encontrar cobijo entre los bastidores del retablo, con dos enamorados de carne y hueso a punto de ser pasados por el filo de las cimitarras. Y el caballero enloquecido la emprendió a golpes contra los perseguidores, con tal furia, que hizo astillas el pequeño teatro del buhonero por el mismo precio, reduciéndolo a escombros.

Ya ven como por no saber medir las proporciones, estimados lectores,  Don Quijote infligió un castigo excesivo a un rufián de medio pelo. Jamás ha sido de gente atinada confundir realidad y ficción, ni tomar a un humilde artista por un peligroso delincuente al que hay que detener, apresar y, luego, tirar la llave. 

Desde siempre juglares y titiriteros han sufrido las iras de los poderosos cuando en sus retablos osaban criticar, aunque fuese veladamente, el estado de las cosas de su tiempo. Poco acostumbraba a importar que el espectáculo fuera de mal gusto si la figura del señor quedaba preservada y si el objeto de las burlas eran subalternos o desclasados. Cuantos más tacos, maldiciones y reniegos, mayores las risotadas de aquellos a los que entretenía. Cuantos más palos, aunque ficticios, a los enemigos del dueño, mejor. Y así hasta hoy. ¿Cuántas veces el lobo no ha sucumbido ante la violenta agresión de Caperucita? ¿En cuántas ocasiones el ruin no ha sido molido a palos por el héroe vengativo? ¿Y ha importado alguna vez que el palco de butacas estuviera repleto de niños influenciables? Si tenemos miedo de los titiriteros, ¿por qué les dejan simular que cualquier ciudadano afrentado puede tomarse la justicia por su mano?, ¿por qué algún juez no le quitó a Gepeto la patria potestad de Pinocho?

Sólo muy de vez en cuando, y para limpiar no sé qué oscura conciencia, la autoridad la emprende contra alguno de la profesión con furia enloquecida. Y del mismo modo que Don Quijote asoló el retablo de Maese Pedro, un juez ha dictado orden de demolición contra el espectáculo burlesco que unos bufones perpetraron, con indudable mal gusto, en la ciudad de Madrid, capital del reino de Barataria, ha encerrado a los comediantes en prisión y les ha negado la fianza y cualquier otra muestra de clemencia. Una sanción desmesurada que contrasta lastimosamente con el trato que la judicatura acostumbra a dispensar a corruptos poderosos y a algún que otro aforado. El juez del caso y el ministro del Interior deberían tener el tino de no confundir a dos titiriteros con una mesnada sanguinaria; sólo son títeres que se manipulan a sí mismos.