Sir
Alec Guinnes afirmaba que, cuando llegaba a un teatro en el que había de
representar una función, lo primero que hacía era memorizar sus dimensiones: la
boca del escenario, su profundidad, la caída del telón, el abismo que se abre
ante el foso de los músicos. Contaba el inolvidable actor que tal costumbre la
adquirió cuando un primo suyo, también actor, aunque aficionado, se rompió la
nariz al precipitarse sobre la platea por no haberse hecho con las anchuras,
las superficies y las longitudes del escenario antes de que los focos lo
cegasen. Desde muy joven, sir Alec aprendió, por nariz interpuesta, que hay que
reconocer previamente el terreno en el que se va a trabajar y, si es posible, proponer los
cambios y las extensiones que lo ayuden a uno.
El
no debate a cuatro, entre los candidatos estatales a la presidencia del
gobierno, tuvo un ganador incontestable: el equipo de campaña de Rajoy, el grupo
de negociadores que consiguió disimular la miopía de su líder mediante el
ejercicio de preparar el escenario de la manera que más le ayudaba. El Rajoy
torpón y sin cintura se encontró con un terreno de disputa en el que le habían
hecho la gracia de achicarle los espacios. Cierto es que, para ello, los
diseñadores del encuentro se cargaron el debate, pero en el Partido Popular
sabían que la simple comparecencia ya era una victoria.
Aburrido
sin ambages, el debate a cuatro tuvo una primera parte especialmente soporífera,
con un Rajoy que llevó la manija del espectáculo sin otro esfuerzo que asistir
a los reproches cruzados entre sus rivales. Volviendo una y otra vez sobre la
improbable creación de dos millones de puestos de trabajo, transcurrió toda la
primera parte del debate a ritmo rajonita, que es sinónimo de caribeño. ¡Hasta
la incombustible y siempre correcta Ana Blanco estuvo a punto de dormirse!
Más
tarde, cuando los escarceos se especiaron, la mitad de la audiencia se había
quedado dormida con la televisión encendida, lo que sin duda desvirtuó los
índices de audiencia. Otro acierto de los asesores del presidente en funciones:
conseguir situar los temas favorables en los primeros minutos de la
transmisión.
Iglesias,
que era quien podía salir más escaldado, sacrificó su carismática egolatría a
favor de un conservadurismo impropio. Cierto es que no se dejó la ventaja
acumulada en los días previos, pero tampoco se mostró tan brillante como en ocasiones
precedentes. El Iglesias antagónico dejó paso al Iglesias simplemente
alternativo. Eso sí, consolidó una imagen de presidente posible, aunque no
probable. Sin el encorsetamiento de las normas del debate podría haber
destacado, pero tampoco le hizo ascos a un planteamiento ultradefensivo. Quizás
porque sabía que el postdebate en las redes y en buena parte de los medios, el
auténtico amplificador de los mensajes y de las impresiones, era suyo y de sus jóvenes
aliados. Antes de empezar la retransmisión estaba claro que los “bacarios”
podemitas iban a difundir eficientemente el triunfo de Pablo, hubiese vencido o
no.
Lo
de Pedro Sánchez, pero sobretodo lo de su equipo de campaña, fue sencillamente
un horror. Instalado en el “señorita, Pablo y su primo Mariano me han mangado
la merienda”, supuró resentimiento en cada una de sus intervenciones. Lamentable
error estratégico que tuvo su punto culminante en el minuto final, en el que se
dirigió a la audiencia como el mejor garante de la estabilidad “de sus hijos, y
de sus nietos y nietas”. Una intervención en la que apeló al llamado voto Imserso,
un segmento de población con el voto mayoritariamente decidio a favor del Partido Popular. Fue
uno de aquellos momentos de oro que escasearon en el pseudodebate. Iglesias
incluso sonrió: debe ser un ejemplo de la revolución de las sonrisas de la que
tanto habla.
Rivera,
el francotirador, intentó repartir a diestro y siniestro. De largo, el más
agresivo que no el más oscuro (papel reservado a Sánchez). Espumoso en los
planteamientos, algo crispado en el gesto, el líder de Ciudadanos buscó hacerse
un espacio en un contexto que anticipaba su centrifugación hacia la periferia
de la centralidad política del Estado. Emboscado en cada rincón oscuro, con una
cartulina a punto de ser lanzada a la cabeza de sus rivales, únicamente perdió
fuelle cuando se olvidó de la crítica razonada a favor de alguna fullería de
político rancio. Rajoy e Iglesias no perdieron oportunidad, en estas ocasiones,
de afear las trampas dialécticas de Rivera, lo que quito fuste y empaque al remarcable
tono general de sus intervenciones.
¿Quién
fue el gran perdedor del debate? Claramente la Academia de las Artes y las
Ciencias de la Televisión, otra vez. Si en Diciembre fueron criticados sin piedad a causa del envaramiento de su
presidente, en esta ocasión han recibido un castigo implacable por haber
consentido un formato que ha vaciado de interés el debate. Si el periodismo se
pliega a los límites impuetos por los políticos, la información deja paso a la propaganda. Y un debate
electoral debería de tener más de material informativo que de producto
propagandístico. Como diria el gran Obi Wan Kenobi (por boca del prudente Alec Guinnes): "Apañados estamos".