dimarts, 14 de juny del 2016

Debate electoral a cuatro: apañados estamos



Sir Alec Guinnes afirmaba que, cuando llegaba a un teatro en el que había de representar una función, lo primero que hacía era memorizar sus dimensiones: la boca del escenario, su profundidad, la caída del telón, el abismo que se abre ante el foso de los músicos. Contaba el inolvidable actor que tal costumbre la adquirió cuando un primo suyo, también actor, aunque aficionado, se rompió la nariz al precipitarse sobre la platea por no haberse hecho con las anchuras, las superficies y las longitudes del escenario antes de que los focos lo cegasen. Desde muy joven, sir Alec aprendió, por nariz interpuesta, que hay que reconocer previamente el terreno en el que se va a trabajar y, si es posible, proponer los cambios y las extensiones que lo ayuden a uno.

El no debate a cuatro, entre los candidatos estatales a la presidencia del gobierno, tuvo un ganador incontestable: el equipo de campaña de Rajoy, el grupo de negociadores que consiguió disimular la miopía de su líder mediante el ejercicio de preparar el escenario de la manera que más le ayudaba. El Rajoy torpón y sin cintura se encontró con un terreno de disputa en el que le habían hecho la gracia de achicarle los espacios. Cierto es que, para ello, los diseñadores del encuentro se cargaron el debate, pero en el Partido Popular sabían que la simple comparecencia ya era una victoria.

Aburrido sin ambages, el debate a cuatro tuvo una primera parte especialmente soporífera, con un Rajoy que llevó la manija del espectáculo sin otro esfuerzo que asistir a los reproches cruzados entre sus rivales. Volviendo una y otra vez sobre la improbable creación de dos millones de puestos de trabajo, transcurrió toda la primera parte del debate a ritmo rajonita, que es sinónimo de caribeño. ¡Hasta la incombustible y siempre correcta Ana Blanco estuvo a punto de dormirse! 

Más tarde, cuando los escarceos se especiaron, la mitad de la audiencia se había quedado dormida con la televisión encendida, lo que sin duda desvirtuó los índices de audiencia. Otro acierto de los asesores del presidente en funciones: conseguir situar los temas favorables en los primeros minutos de la transmisión.

Iglesias, que era quien podía salir más escaldado, sacrificó su carismática egolatría a favor de un conservadurismo impropio. Cierto es que no se dejó la ventaja acumulada en los días previos, pero tampoco se mostró tan brillante como en ocasiones precedentes. El Iglesias antagónico dejó paso al Iglesias simplemente alternativo. Eso sí, consolidó una imagen de presidente posible, aunque no probable. Sin el encorsetamiento de las normas del debate podría haber destacado, pero tampoco le hizo ascos a un planteamiento ultradefensivo. Quizás porque sabía que el postdebate en las redes y en buena parte de los medios, el auténtico amplificador de los mensajes y de las impresiones, era suyo y de sus jóvenes aliados. Antes de empezar la retransmisión estaba claro que los “bacarios” podemitas iban a difundir eficientemente el triunfo de Pablo, hubiese vencido o no.

Lo de Pedro Sánchez, pero sobretodo lo de su equipo de campaña, fue sencillamente un horror. Instalado en el “señorita, Pablo y su primo Mariano me han mangado la merienda”, supuró resentimiento en cada una de sus intervenciones. Lamentable error estratégico que tuvo su punto culminante en el minuto final, en el que se dirigió a la audiencia como el mejor garante de la estabilidad “de sus hijos, y de sus nietos y nietas”. Una intervención en la que apeló al llamado voto Imserso, un segmento de población con el voto mayoritariamente decidio a favor del Partido Popular. Fue uno de aquellos momentos de oro que escasearon en el pseudodebate. Iglesias incluso sonrió: debe ser un ejemplo de la revolución de las sonrisas de la que tanto habla.

Rivera, el francotirador, intentó repartir a diestro y siniestro. De largo, el más agresivo que no el más oscuro (papel reservado a Sánchez). Espumoso en los planteamientos, algo crispado en el gesto, el líder de Ciudadanos buscó hacerse un espacio en un contexto que anticipaba su centrifugación hacia la periferia de la centralidad política del Estado. Emboscado en cada rincón oscuro, con una cartulina a punto de ser lanzada a la cabeza de sus rivales, únicamente perdió fuelle cuando se olvidó de la crítica razonada a favor de alguna fullería de político rancio. Rajoy e Iglesias no perdieron oportunidad, en estas ocasiones, de afear las trampas dialécticas de Rivera, lo que quito fuste y empaque al remarcable tono general de sus intervenciones.

¿Quién fue el gran perdedor del debate? Claramente la Academia de las Artes y las Ciencias de la Televisión, otra vez. Si en Diciembre fueron criticados sin piedad a causa del envaramiento de su presidente, en esta ocasión han recibido un castigo implacable por haber consentido un formato que ha vaciado de interés el debate. Si el periodismo se pliega a los límites impuetos por los políticos, la información deja paso a la propaganda. Y un debate electoral debería de tener más de material informativo que de producto propagandístico. Como diria el gran Obi Wan Kenobi (por boca del prudente Alec Guinnes): "Apañados estamos".