A
Pedro Sánchez no le acompaña el físico en su pretensión de convertirse en
Presidente del Gobierno de las Españas. Por muchos motivos: por su buena planta
de madrileño de clase media sobrealimentada; por su altura más propia de un
nórdico, que se ha hartado de leche entera, que de un meridional sostenido de
tarde en tarde con algún bollicao y, las más de las veces, con bocatas de chorizo,
en lonchas translúcidas; por su ceño, siempre presto a mostrar una inquietud
responsable ante el mastodóntico reto que le gustaría que se le plantease.
Sánchez no es un español tipo, tampoco es un cualquiera; es un espartano que, en
palabras que se le atribuyen a Aristodemo (o a su sosia cinematográfico Dilio):
“si hubiese nacido pequeño o raquítico, enfermizo o deforme, habría sido
descartado”. Pero Grecia no busca cabecillas macizos ni necesita líderes fornidos.
La ekklesia ateniense (la asamblea popular capitalina) va a emitir juicio y
Pedro, el espartano voluntarioso, no va a ser investido como favorito. Pero quién
sabe si la suerte le sonreirá en el último sorteo, en la rifa que lo decidirá
todo, piense lo que piense la ekklesia soberana.
Los
azares en las monarquías parlamentarias modernas son poco aventurados, y
aquellos que acostumbran a tener una suerte esquiva pueden compensar el mal
fario con astucia, artificio y estratagema. El albur de la elección ha dejado
paso al acuerdo o a la componenda, una forma más baja y chusca de negociación y
pacto. Con un límite, aquel que Platón atribuía al buen tino de los nacidos en
Esparta, a quienes el filósofo admiraba: “los que saben pensar mejor consideran
que no es una política segura cohabitar con aquellos contra los que se han
cometido las más graves ofensas”. Y aquí cabría añadir: como llamar a alguien
indecente delante de una audiencia millonaria.
La
razonable ambición del candidato espartano le ha granjeado un socio ciudadano,
quizás demasiado enclenque como para disponer de la fuerza suficiente que le
permita lograr un triunfo sonado. Nadie más, entre todos cuantos hubiesen
podido, se ha sumado al propósito de Sánchez, el apuesto —exceptuando a los distantes
insulares, aun más enjutos—. Y, por si fuera poco, su día de ceremonias y distinciones,
su tiempo de investidura memorable, ha quedado empañado por otra escenificación
quizás no tan solemne pero si mucho más gloriosa: un preso de conciencia ha
salido del gulag en el que lo había encerrado la estulticia de quienes van
desmenuzando el propio tejado, sin tener en cuenta que la peor justicia hace a los
mejores mártires. Con Arnaldo en la calle, el PNV no puede seguir en la insipidez
del pescado cocido en agua clara; le ha llegado la hora de la picardía y de
convertir a Sánchez en materia prima de un pil pil desacomplejado. Y, si no, al
tiempo.
Queda,
sin embargo, la opción de que el espartano vire hacia el abismo que tanto
asusta a los amigos que lo acompañan en el tránsito. Dudo que, sin embargo, en
esta primera andanada utilice munición gruesa, entre otros motivos porque
aunque grandón no parece especialmente pendenciero ni correoso. Es como un
pivot de complexión rocosa, imponente pero de movimientos lentos si se me
permite la comparación deportiva; un primo de zumosol intimidador pero pasivo.
Alguien que siempre va a remolque de otro más desmejorado pero de genio más
vivo, que, este sí, sería capaz de subirse al púlpito del Congreso para verbalizar un
discurso parecido al que sigue:
“Queremos
un orden de cosas en el que toda pasión baja y cruel sea encadenada; en el que
toda pasión bienhechora y generosa sea estimulada por las leyes; en el que la
ambición sea el deseo de merecer la gloria y de servir a la patria; en el que
las distinciones no nazcan más que de la propia igualdad; en el que el
ciudadano sea sometido al magistrado, y el magistrado al pueblo, y el pueblo a
la justicia; en el que la patria asegure el bienestar a todos los individuos, y
en el que todo individuo goce con orgullo de la prosperidad y de la gloria de
la patria; en el que todos los ánimos se engrandezcan con la continua comunión
de los sentimientos republicanos, y con la exigencia de merecer la estima de un
gran pueblo; en el que las artes sean el adorno de la libertad que las
ennoblece, el comercio sea la fuente de la riqueza pública y no la de la
opulencia monstruosa de algunas casas”.
Nota:
Para todos aquellos que os hayáis emocionado con el discurso citado, os
convendría saber que quien lo pronunció fue Maximilien Robespierre, en otro mes
de febrero —pluvioso, tal como lo bautizaron los revolucionarios— de 1794, sólo
5 meses antes de ser guillotinado por quienes aplaudieron enardecidamente las
palabras aquí recogidas. Los cargos que lo llevaron a tan sangriento final se
podrían resumir en la extrema violencia empleada en defensa de las nobles ideas
que había defendido en su discurso del mes de febrero.
Por
eso conviene ser cuidadoso, pues en nombre de los más altos ideales se pueden
cometer las atrocidades más espantosas. Y quienes las cometen pueden haber sido
educados bajo una disciplina espartana o no. En cualquier caso, y por continuar
con la absurda metáfora, esta tarde la civilización griega escuchará el
discurso del candidato a arconte. Quizás sea un buen momento para reconocer que
ha llegado la hora de recuperar la organización de las ciudades estado.
Naturalmente con manteniendo algunos cambios, como el de elegir al arconte en lugar de sortearlo
como hacían los antiguos atenienses, temerosos de que el favor popular lo
endiosase.