La
primera entrega del gatillazo del espartano Sánchez ha concluido con un
continuará… carente de suspense. Nadie confía que el próximo viernes, en sesión
vespertina, se descuelgue con algún volteo argumental que rompa la monotonía de
una investidura de poca emoción y menos brío.
Su
señoría el candidato acudió al debate con un discurso acartonado en exceso, sin
argumentos ilusionantes ni giros enfáticos. Todo muy plano, de contable de
puños almidonados: un punto huraño, siempre gallardo, vagamente perspicaz,
nunca carismático.
Sánchez
quemó el tiempo que tenía asignado en la lectura pormenorizada de un índice de
intenciones de gobierno: sólo los títulos de los capítulos y de pocos apartados
—sin prefacio, ni prólogo y con una deslavazada introducción—. Una retahíla de propósitos
inconcretos y bienintencionados que dejaron en el ambiente una vaporosa sensación
de ni fu ni fa, la peor tarjeta de visita de un postulante. Formalmente pulcro,
eso sí. Pero ningún candidato que aspire con solvencia a un trabajo puede
pretender conseguirlo cuando su mejor activo, casi el único, es su fotografía.
Si los méritos curriculares son escasos, lo razonable es presentar una
impactante carta de interés. Y el candidato Sánchez no lo hizo, ni tan siquiera
en las réplicas, donde, por cierto, tuvo algún pasaje brillante, pero sin
excesos.
El
presidente del gobierno se llegó a la carrera de San Jerónimo como
parlamentario en funciones. Desinteresado y desenvuelto, todo a la vez. Quizás
dando por hecho que en la corte, los señorones, han puesto precio a su
cabeza. Pero Rajoy nunca será capaz de desentenderse del personaje que lleva
encima y siempre lo acompaña; porque es uno y dos a la vez: es un político
desmadejado y, al tiempo, un parlamentario chisposo y un ciudadano desorientado
y confuso. Tiene gracejo, retranca, ironía para dar y regalar, pero también es
patoso, insulso e insustancial. Menospreció el presidente a la bancada
socialista, y consiguió poner de de los nervios a cuantos por allí se
encontraban, porque nada hiere tanto a un político en ejercicio como la burla a
costa de la propia trascendencia. Intentó Sánchez afear la displicencia de su
adversario, pero Rajoy ya tiene maneras de prejubilado y se encuentra a salvo
de las pullas del candidato, de poco metal i mucha marroquinería.
Pablo
Iglesias se estrenaba en el Congreso y le pasó lo que nos ha pasado a muchos en
un lugar tan solemne: nos hemos dados cuenta tarde de que es muy pequeño. Sorprende
que un hemiciclo donde se discuten los asuntos más trascendentales del reino tenga
hechuras de vivienda tardofranquista de protección oficial: pequeña para tanta
gente como se amontona (en el caso de las viviendas modestas, la estrechez se
acentuaba a causa de las cantidades extraordinarias de dignidad humana que
contenían). En todo caso, descolocado, el líder de Podemos la emprendió a gritos,
creyendo que el mensaje no llegaba a los de las últimas filas, como ocurre en los
actos electorales.
También
las señorías del puño y la rosa se tensaron con su discurso, sobre todo cuando
arrojó sobre la bancada socialista un saco de cal viva, para horror del quinto
poder mediático capitalino. Hoy, la prensa madrileña, y también la de otros
pagos, coincide en augurar toda clase de infortunios a Iglesias a cuenta de su herética violación
de las sagradas normas de la retórica florentina que imperan en el Congreso. Yo,
la verdad, opino lo contrario. Yo, lo que veo ahora mismo es a los miembros del
grupo parlamentario socialista entretenidos en el cepillado de sus polvorientas
vestimentas. Y a los ciudadanos divertidos con la travesura de Sánchez. Porque
lo que en los salones es herejía, en la calle sólo es una diablura estimulante.
Los
sesudos analistas se deshacen en elogios ante el cuajo de Albert Rivera: ha
nacido, dicen, una estrella parlamentaria: ágil, ocurrente, ingenioso,
solvente. Si acaso, algunos le afean que se hubiese entretenido en matar al pobre
padre Rajoy. Pero también se lo perdonan, pues creen que hablaba por persona o
personas interpuestas; aquellos que hace unos cuantos puntos y aparte señalaba
que habían puesto precio a la cabeza del popular en funciones. Muy fino fue el comentario
con que ilustró un “Visca Catalunya lliure” que le llegó desde las filas de los
grupos parlamentarios catalanes. “De corrupció”, añadió rápido como el rayo.
Todo contribuyó para que Rivera saliera crecido del debate de la investidura
madrileña. Quedan lejos aquellas otras tardes, en otro hemiciclo, en el que, en
lugar de tantos parabienes, recibía más bien un tunda de collejas, aplicadas finamente
por el presidente de otro gobierno que no necesitaba de su complicidad tan
cara.
En
cuanto a los catalanes, hubo de todo. Raudo Doménech retrayendo la lengua ante
la acometida de Iglesias, ¡qué espectáculo! Alambicado Homs con sus maneras de
mercader de Venecia; de tan retorcido, incomprensible. Dicharachero, ingenioso,
punzante, digno y certero estuvo Tardá en el papel del menestral que nunca ha
sido.
Y
así transcurrió un nuevo episodio de la historia de España, una investidura que
ya hemos empezado a olvidar y de la que quedará, si me apuran, poca cosa más
que el borroso recuerdo de un fracaso. Y ya no sé si parafraseando a Tip y Coll
o al candidato diletante, acabo anunciando que la semana que viene hablaremos
del gobierno.
Nota: Para los impacientes, aclaro que el artículo sobre el súper martes de primarias a la presidenciales de Estados Unidos está pendiente de la asignación definitiva de delegados. Son lentos, estos americanos!