Felipe VI, rey recién estrenado, ha elegido faltar
a su deber de cortesía para con la Presidenta del Parlament de Catalunya, probablemente
por consejo sobrevenido. Ciertamente la monarquía española no anda sobrada de
asesores sensatos en estos últimos años: véase la imagen, también de ayer, de
la otrora infanta Cristina compartiendo banquillo de acusados con una
alineación estelar de delincuentes de cuello blanco. Y es que, atendiendo a la
cualidad de parlamentario del actual sistema dinástico, se antoja suicida no mostrar
ninguna consideración y respeto hacia la máxima autoridad de una cámara de
representantes democráticamente elegidos. Tamaña desconsideración es propia de un
tiempo en que la autoridad real se tenía por absoluta y los monarcas no se
ilustraban en universidades americanas; un período que se cerró con la dinastía
facturada en un tren nocturno con destino a Roma.
La señora Forcadell únicamente pretendía cumplir
con la obligación protocolaría de comunicar el nombramiento de un nuevo
presidente de la Generalitat al jefe del estado en ejercicio. Un trámite
acogido con silbidos cuando fue anunciado en la sesión de investidura de la
cámara catalana. Sorprende, pues, que las puerta de palacio se cerraran a cal y
canto para evitar la imagen del rey saludando a la independentista presidenta
del parlamento, que aún es autonómico. Parece que se pretendía dar muestra del
monumental mosqueo, aunque más bien los ciudadanos se han quedado con el no
retrato de la real efigie en un estado de ebullición histérica, impropia de
quien fundamenta su auctoritas en la función tutelar de los poderes del estado
y no en la refriega partidaria.
Felipe VI ha obviado el carácter parlamentario de
su reinado y, en consecuencia, ha debilitado los fundamentos que deben
sustentar la pervivencia dinástica. ¿Y los independentistas? Pues contentos
como unas castañuelas: el desaire real al Parlamento catalán lo es también, por
asociación, hacia todo el pueblo de Catalunya, independientemente de las simpatías
políticas de cada cual. Nuevo y poderoso argumento que cimenta sus anhelos de
desconexión. ¿Y la señora Forcadell? Pues encantada de la vida: ha evitado un
desplazamiento que, guste o no, es una muestra sutil de pleitesía. Y encima no
ha tenido que beber el amargo cáliz de verse interpretando el papel de
cortesana que, como todo el mundo sabe, es una suerte de prostituta refinada.