divendres, 27 d’octubre del 2017

Mi patria es mi hijo y mi biblioteca


Hace unos días, Carles Asensio, cineasta catalán en la encrucijada de Ciudad de México, me hizo llegar un artículo de mi admirado Juan Villoro sobre el proceso de independencia de Catalunya. Con una prosa de la que me parece que sólo son capaces los que habitan en altura, por lo de las palabras que levitan sobre el papel, el escritor mexicano describe la emancipación de Catalunya como “una promesa de felicidad, un sentimiento que no admite otro análisis que los latidos del corazón”; como una escena teatral con pésimos actores y demasiado hielo líquido con el que camuflarlos tras una bruma impenetrable.

Ignacio Echevarría, crítico capaz de ver entre la niebla más espesa, le contó a Villoro que lo de la independencia catalana “es la guerra de las derechas”. Marc Bloch, desde su celda en el corredor de una muerte inevitable, escribió en su manual para historiadores que “encontrar una única causa significa tropezar con un único culpable”. Reducir la convulsión catalana a una simple pugna entre líderes conservadores sortea no pocas causas y deja de lado a muchos culpables, o responsables, si se prefiere.

El proceso catalán ha sido, desde que comenzó en el año 2010, un movimiento de base popular, dirigido por entidades cívicas y por multitud de ciudadanos rescatados del más feliz de los anonimatos. Los partidos políticos y sus dirigentes han ido siempre a remolque. Han aparecido solo cuando era imprescindible su concurso por cuestiones de protocolo institucional. Esta catarsis que ha impulsado las más grandes performances de la historia de la humanidad solo se explica por la incubación colectiva de una suma que multiplica, lejos de palacios y parlamentos.

Y ahora llega el vértigo. El mareo que imagino que Villoro también siente ante el papel en blanco. El instante en el que Shakespeare parece estar al alcance y lograrlo solo depende de inspiración y talento.

Nadie nos garantiza que la república que viene sea como la imaginamos en nuestros sueños húmedos. Nadie nos ha inoculado una vacuna que nos inmunice contra los peligros de tener un presidente que juegue al birlibirloque con las funestas consecuencias de un terremoto y sus víctimas. Nadie nos garantiza que no nos vayamos a equivocar miserablemente. Pero de nosotros depende construir una república igualitaria en derechos y riquezas, radicalmente paritaria en géneros, en la que la jefatura del estado no se transmita como lo hacen las enfermedades venéreas. Un estado que no levante muros ni murallas, sino que acoja a los que huyen buscando bienestar y seguridad. El país de la sabiduría que se sabe menos sabia que las otras, el del arte que empieza y acaba en los sentimientos, el de la creatividad sin cortapisas. El sitio donde se profanan los templos de la estulticia, se proscribe la usura y se garantizan y se promueven todos los anhelos dignos de ser promovidos.

Una patria que más que territorio es pueblo acostumbrado a vivir fuera murallas, en la intemperie de los páramos, lejos de la corte, de sus perversiones cortesanas y de su manera de ejercer la prostitución exquisita.

Porque mi patria sólo es el amigo que se levanta al alba para ver el milagro del sol naciente iluminando la montaña mágica; es el anciano que, cada vez que me encuentra, pregunta por la salud de mi padre que murió hace veinticinco años; es el joven sonriente que vende verduras en la plaza frente al teatro; es la bibliotecaria que trasiega su vocación misionera, evangelizando con tantos textos como saberes; es la tabernera y su apacible mal genio; es la feminista radical que cuando me mira me hace la gracia de considerarme un igual; es el niño blanco que juega al baloncesto queriendo ser negro; es la mujer que se cubre la cabeza con un pañuelo y me invita a comer en su casa un rico plato del Magreb; es su marido que algún día aprenderá que debe aprender a cocinar las especialidades de la tierra que dejó atrás y también es su vecino que no tuvo que emigrar y que algún día aprenderá a pasar el trapo por su educación heteropatriarcal; es el activista que se nos viste de fiesta aunque no venga a cuento; es la actriz que no sabe llorar en escena si no llora de verdad; es el músico que ensaya con sordina a deshora y todas las canciones le salen quebradas; es la maestra que se ha empeñado en enseñar que pensar es mejor que saber; es el contable que prefiere sumar a restar, multiplicar a dividir; es la periodista que quisiera aprehender la verdad para contarla…

Es el sonido estridente de una gralla o el melindroso de una tenora; es un paisaje y son todos; es una casa y las demás, es un árbol y los bosques enteros; es el trabajo de cuantos han pensado alguna vez que toda su anatomía es su capital; es mi lengua que son dos porque, sin ser mejores, somos distintos; es la utopía que soñamos y la distopía que llevamos a cuestas; es el presente que será y el futuro que hemos vivido; es esta estrofa de un poema de Palau i Fabre, escogida entre miles de él y de otros:

Jo em donaria a qui em volgués

com si ni jo me n'adonés

d'aquest donar-me: com si ho fes

un jo de mi que m'ignorés.



La república catalana, que hoy se proclamará y será habitada por gentes libres de escoger su nacionalidad, es la menos patria de cuantas patrias se conocen. Porque, al fin y al cabo, coincidimos con Roberto Bolaño cuando escribió lo obvio: las naciones no duran eternamente. Y también cuando, desde la introspección, dijo: “mi patria es mi hijo y mi biblioteca”.