Hace unos días,
Carles Asensio, cineasta catalán en la encrucijada de Ciudad de México, me hizo
llegar un artículo de mi admirado Juan Villoro sobre el proceso de
independencia de Catalunya. Con una prosa de la que me parece que sólo son
capaces los que habitan en altura, por lo de las palabras que levitan sobre el
papel, el escritor mexicano describe la emancipación de Catalunya como “una
promesa de felicidad, un sentimiento que no admite otro análisis que los
latidos del corazón”; como una escena teatral con pésimos actores y demasiado
hielo líquido con el que camuflarlos tras una bruma impenetrable.
Ignacio Echevarría,
crítico capaz de ver entre la niebla más espesa, le contó a Villoro que lo de
la independencia catalana “es la guerra de las derechas”. Marc Bloch, desde su
celda en el corredor de una muerte inevitable, escribió en su manual para
historiadores que “encontrar una única causa significa tropezar con un único
culpable”. Reducir la convulsión catalana a una simple pugna entre líderes
conservadores sortea no pocas causas y deja de lado a muchos culpables, o
responsables, si se prefiere.
El proceso catalán ha
sido, desde que comenzó en el año 2010, un movimiento de base popular, dirigido
por entidades cívicas y por multitud de ciudadanos rescatados del más feliz de
los anonimatos. Los partidos políticos y sus dirigentes han ido siempre a
remolque. Han aparecido solo cuando era imprescindible su concurso por
cuestiones de protocolo institucional. Esta catarsis que ha impulsado las más
grandes performances de la historia de la humanidad solo se explica por la
incubación colectiva de una suma que multiplica, lejos de palacios y
parlamentos.
Y ahora llega el
vértigo. El mareo que imagino que Villoro también siente ante el papel en
blanco. El instante en el que Shakespeare parece estar al alcance y lograrlo
solo depende de inspiración y talento.
Nadie nos garantiza
que la república que viene sea como la imaginamos en nuestros sueños húmedos.
Nadie nos ha inoculado una vacuna que nos inmunice contra los peligros de tener
un presidente que juegue al birlibirloque con las funestas consecuencias de un
terremoto y sus víctimas. Nadie nos garantiza que no nos vayamos a equivocar
miserablemente. Pero de nosotros depende construir una república igualitaria en
derechos y riquezas, radicalmente paritaria en géneros, en la que la jefatura
del estado no se transmita como lo hacen las enfermedades venéreas. Un estado
que no levante muros ni murallas, sino que acoja a los que huyen buscando
bienestar y seguridad. El país de la sabiduría que se sabe menos sabia que las
otras, el del arte que empieza y acaba en los sentimientos, el de la creatividad
sin cortapisas. El sitio donde se profanan los templos de la estulticia, se
proscribe la usura y se garantizan y se promueven todos los anhelos dignos de
ser promovidos.
Una patria que más
que territorio es pueblo acostumbrado a vivir fuera murallas, en la intemperie
de los páramos, lejos de la corte, de sus perversiones cortesanas y de su
manera de ejercer la prostitución exquisita.
Porque mi patria sólo
es el amigo que se levanta al alba para ver el milagro del sol naciente
iluminando la montaña mágica; es el anciano que, cada vez que me encuentra,
pregunta por la salud de mi padre que murió hace veinticinco años; es el joven sonriente
que vende verduras en la plaza frente al teatro; es la bibliotecaria que
trasiega su vocación misionera, evangelizando con tantos textos como saberes;
es la tabernera y su apacible mal genio; es la feminista radical que cuando me
mira me hace la gracia de considerarme un igual; es el niño blanco que juega al
baloncesto queriendo ser negro; es la mujer que se cubre la cabeza con un
pañuelo y me invita a comer en su casa un rico plato del Magreb; es su marido
que algún día aprenderá que debe aprender a cocinar las especialidades de la tierra
que dejó atrás y también es su vecino que no tuvo que emigrar y que algún día
aprenderá a pasar el trapo por su educación heteropatriarcal; es el activista
que se nos viste de fiesta aunque no venga a cuento; es la actriz que no sabe
llorar en escena si no llora de verdad; es el músico que ensaya con sordina a
deshora y todas las canciones le salen quebradas; es la maestra que se ha
empeñado en enseñar que pensar es mejor que saber; es el contable que prefiere
sumar a restar, multiplicar a dividir; es la periodista que quisiera aprehender
la verdad para contarla…
Es el sonido
estridente de una gralla o el melindroso de una tenora; es un paisaje y son
todos; es una casa y las demás, es un árbol y los bosques enteros; es el
trabajo de cuantos han pensado alguna vez que toda su anatomía es su capital; es
mi lengua que son dos porque, sin ser mejores, somos distintos; es la utopía
que soñamos y la distopía que llevamos a cuestas; es el presente que será y el
futuro que hemos vivido; es esta estrofa de un poema de Palau i Fabre, escogida
entre miles de él y de otros:
Jo
em donaria a qui em volgués
com
si ni jo me n'adonés
d'aquest
donar-me: com si ho fes
un
jo de mi que m'ignorés.
La república catalana, que hoy se proclamará y será
habitada por gentes libres de escoger su nacionalidad, es la menos patria de
cuantas patrias se conocen. Porque, al fin y al cabo, coincidimos con
Roberto Bolaño cuando escribió lo obvio: las naciones no duran eternamente. Y
también cuando, desde la introspección, dijo: “mi patria es mi hijo y mi
biblioteca”.