En los tiempos de los autos de fe —cuando una feroz
infantería católica de sayo y silicio fue investida con el monopolio de la
interpretación de las escrituras—, cada deseo, cada afán, cada apetito, se
convirtieron en una idea punible, merecedora de ser reprimida a hierro y fuego.
¿Daban pie los textos “sagrados” a tan indiscriminada embocadura de esperanzas
y pretensiones? ¿Justificaban los tormentos derivados del sesgo patibulario de
su censura brutal? A primer golpe de vista, claro que no. Ahora bien, cuando se
atribuyen poderes omnímodos a los intérpretes y no se limitan sus atribuciones
represoras, se corre el riesgo de que esta minoría ungida crea que tiene
gobierno sobre la vida y la muerte; que su oficio prevalece sobre cualquiera; y
que nadie, ni siquiera quienes poseen la curia, pueden ejercer un control que
únicamente debe recaer en un Dios soberano, incorpóreo y ausente.
De los enfebrecidos excesos de la inquisición, y otros
artefactos semejantes, da cumplida nota la historia relatada. Sus maneras de
matarifes, su encono contra la feminidad bien entendida, su saña sanguinaria
contra el menor atisbo de contestación.
Inquisidores que impusieron con violencia una concepción
vetusta del arquetipo humano, investidos con la aplicación monopólica de la fuerza.
Intérpretes reaccionarios de una supuesta verdad revelada que en verdad era
mucho más benévola, complacida y complaciente. Hombres lóbregos que
identificaron deseos con pecados.
En la actualidad, nuevos intérpretes, investidos
con la púrpura inviolable de un poder del Estado, se han atribuido la
exclusividad de la interpretación de las leyes; las nuevas escrituras. Y, como
aquellos otros que vestían sayo, aunque esta vez lo hagan con toga, se han
aplicado a la labor de expurgar los brotes que pudieran crecer al sol de una
concepción abierta y democrática del derecho. Anclados en la genealogía de la
dictadura que los parió, primero se atrincheraron en sus tribunales, oponiendo
férrea resistencia a las libertades y a los derechos cívicos; posteriormente,
pasado el peligro modernizante, se han empeñado en inocular, al amparo de
gobiernos afines, el virus que mata toda esperanza de un futuro
resplandeciente.
De cada verbo han hecho un delito; de cada acción, un
quebrantamiento; de cada anhelo, una transgresión.
El auto de prisión incondicional contra Jordi Sánchez y
Jordi Cuixart, dictado ayer por la juez Carmen Lamela, es el claro ejemplo de que
la judicatura ha proscrito la opinión, el pensamiento y la democracia.
Manifestarse, expresar una queja, sentarse en el suelo en actitud pacífica,
concentrarse frente a un despacho público, criticar una acción judicial
extemporánea o injusta, se ha convertido casi en delito de lesa majestad.
Organizar concentraciones pacíficas que han maravillado al mundo por su civismo
y civilidad, en la España metafranquista del Partido Popular y su Consejo
General del Poder Judicial, forma parte de un contubernio (como aquel antiguo
judeo-masónico, tan usado por la propaganda dictatorial) que persigue la
perdición de los ciudadanos y su condenación eterna en el infierno templado de
las causas perdidas, debiendo de ser objeto de aplastamiento por el peso de la
ley, cada vez más un peso muerto.
Impedir que un secretario judicial ejecute una orden de
desahucio de una anciana pobre de solemnidad en favor de un especulador
inmobiliario sin escrúpulos es, según la juez Lamela, causa de imputación por
delito de sedición. Concentrarse ante el entonces Gobierno Civil para exigir la
liberación de un cómico encarcelado por expresar ideas en formato teatral es,
según la juez Lamela, causa de imputación por delito de sedición. Proteger a un
menor inmigrante de la acción arbitraria de un estado que no reconoce sus
derechos elementales es, según la juez Lamela, causa de imputación por un
delito de sedición; formar parte de un piquete informativo ante la sede de un
organismo público con el ánimo pacífico de convencer a los funcionarios para
que se unan a la huelga es, según la juez Lamela, causa de imputación por
delito de sedición; manifestarse bajo los lemas de Otan, no, bases fuera, No a
la guerra de Irak, Nucleares, no gracias, Lo riu és vida, Volem escola pública,
Aborto libre, Contra la violencia de género, Por los derechos de LGTB y tantas
otras, es, según la juez Lamela, causa de imputación por delito de sedición.
Llegados a este punto, juez Lamela, solo me resta
declararme culpable de los cargos que se me imputan. De hecho, de cada verbo
que conjugo, puesto que ustedes han forzado su significado hasta convertirlos
en delito delirante.