dijous, 3 de març del 2016

Empacho de almidón, retranca, argucia y alboroto



La primera entrega del gatillazo del espartano Sánchez ha concluido con un continuará… carente de suspense. Nadie confía que el próximo viernes, en sesión vespertina, se descuelgue con algún volteo argumental que rompa la monotonía de una investidura de poca emoción y menos brío.

Su señoría el candidato acudió al debate con un discurso acartonado en exceso, sin argumentos ilusionantes ni giros enfáticos. Todo muy plano, de contable de puños almidonados: un punto huraño, siempre gallardo, vagamente perspicaz, nunca carismático.

Sánchez quemó el tiempo que tenía asignado en la lectura pormenorizada de un índice de intenciones de gobierno: sólo los títulos de los capítulos y de pocos apartados —sin prefacio, ni prólogo y con una deslavazada introducción—. Una retahíla de propósitos inconcretos y bienintencionados que dejaron en el ambiente una vaporosa sensación de ni fu ni fa, la peor tarjeta de visita de un postulante. Formalmente pulcro, eso sí. Pero ningún candidato que aspire con solvencia a un trabajo puede pretender conseguirlo cuando su mejor activo, casi el único, es su fotografía. Si los méritos curriculares son escasos, lo razonable es presentar una impactante carta de interés. Y el candidato Sánchez no lo hizo, ni tan siquiera en las réplicas, donde, por cierto, tuvo algún pasaje brillante, pero sin excesos.

El presidente del gobierno se llegó a la carrera de San Jerónimo como parlamentario en funciones. Desinteresado y desenvuelto, todo a la vez. Quizás dando por hecho que en la corte, los señorones, han puesto precio a su cabeza. Pero Rajoy nunca será capaz de desentenderse del personaje que lleva encima y siempre lo acompaña; porque es uno y dos a la vez: es un político desmadejado y, al tiempo, un parlamentario chisposo y un ciudadano desorientado y confuso. Tiene gracejo, retranca, ironía para dar y regalar, pero también es patoso, insulso e insustancial. Menospreció el presidente a la bancada socialista, y consiguió poner de de los nervios a cuantos por allí se encontraban, porque nada hiere tanto a un político en ejercicio como la burla a costa de la propia trascendencia. Intentó Sánchez afear la displicencia de su adversario, pero Rajoy ya tiene maneras de prejubilado y se encuentra a salvo de las pullas del candidato, de poco metal i mucha marroquinería.

Pablo Iglesias se estrenaba en el Congreso y le pasó lo que nos ha pasado a muchos en un lugar tan solemne: nos hemos dados cuenta tarde de que es muy pequeño. Sorprende que un hemiciclo donde se discuten los asuntos más trascendentales del reino tenga hechuras de vivienda tardofranquista de protección oficial: pequeña para tanta gente como se amontona (en el caso de las viviendas modestas, la estrechez se acentuaba a causa de las cantidades extraordinarias de dignidad humana que contenían). En todo caso, descolocado, el líder de Podemos la emprendió a gritos, creyendo que el mensaje no llegaba a los de las últimas filas, como ocurre en los actos electorales.

También las señorías del puño y la rosa se tensaron con su discurso, sobre todo cuando arrojó sobre la bancada socialista un saco de cal viva, para horror del quinto poder mediático capitalino. Hoy, la prensa madrileña, y también la de otros pagos, coincide en augurar toda clase de infortunios  a Iglesias a cuenta de su herética violación de las sagradas normas de la retórica florentina que imperan en el Congreso. Yo, la verdad, opino lo contrario. Yo, lo que veo ahora mismo es a los miembros del grupo parlamentario socialista entretenidos en el cepillado de sus polvorientas vestimentas. Y a los ciudadanos divertidos con la travesura de Sánchez. Porque lo que en los salones es herejía, en la calle sólo es una diablura estimulante.

Los sesudos analistas se deshacen en elogios ante el cuajo de Albert Rivera: ha nacido, dicen, una estrella parlamentaria: ágil, ocurrente, ingenioso, solvente. Si acaso, algunos le afean que se hubiese entretenido en matar al pobre padre Rajoy. Pero también se lo perdonan, pues creen que hablaba por persona o personas interpuestas; aquellos que hace unos cuantos puntos y aparte señalaba que habían puesto precio a la cabeza del popular en funciones. Muy fino fue el comentario con que ilustró un “Visca Catalunya lliure” que le llegó desde las filas de los grupos parlamentarios catalanes. “De corrupció”, añadió rápido como el rayo. Todo contribuyó para que Rivera saliera crecido del debate de la investidura madrileña. Quedan lejos aquellas otras tardes, en otro hemiciclo, en el que, en lugar de tantos parabienes, recibía más bien un tunda de collejas, aplicadas finamente por el presidente de otro gobierno que no necesitaba de su complicidad tan cara.    

En cuanto a los catalanes, hubo de todo. Raudo Doménech retrayendo la lengua ante la acometida de Iglesias, ¡qué espectáculo! Alambicado Homs con sus maneras de mercader de Venecia; de tan retorcido, incomprensible. Dicharachero, ingenioso, punzante, digno y certero estuvo Tardá en el papel del menestral que nunca ha sido.

Y así transcurrió un nuevo episodio de la historia de España, una investidura que ya hemos empezado a olvidar y de la que quedará, si me apuran, poca cosa más que el borroso recuerdo de un fracaso. Y ya no sé si parafraseando a Tip y Coll o al candidato diletante, acabo anunciando que la semana que viene hablaremos del gobierno.  

Nota: Para los impacientes, aclaro que el artículo sobre el súper martes de primarias a la presidenciales de Estados Unidos está pendiente de la asignación definitiva de delegados. Son lentos, estos americanos!