La primera lección que podemos sacar del
esperado encuentro entre Rajoy y Puigdemont en los aposentos monclovitas es que
al personal no le interesan en absoluto los alambicados vericuetos del
protocolo.
La segunda lección que nos enseña es que
no parece tener el más mínimo interés para la opinión pública, incluida la
catalana, si atendemos a las cifras de su seguimiento real. Será quizás porque
uno es presidente en funciones, corpore insepulto, y el otro es un mero
espectro, un ectoplasma vaporoso que el médium Mas utiliza para comunicarse con
el más allá; con el espejismo en el que han ido desdibujando una legítima
aspiración colectiva.
El popular Rajoy cumplió con su papel de
educado anfritión, regalando a su huésped una edición de la segunda parte del
Quijote. Aventura en la que el caballero de la triste figura es víctima de todo
tipo de agravios y burlas en Barcelona. Le sirven, sin embargo, tales
padecimientos y humillaciones para recuperar el buen juicio: la sensatez fugaz
de un extravagante que por un momento se siente ridículo. Metafórico presente
el de Rajoy, sí señor.
Puigdemont, investido con la púrpura del
pragmatismo catalán, prefirió acudir a la Moncloa con un inventario de asuntos
que incluía peticiones, agravios, olvidos, descuidos, negligencias, quimeras y
quejas, todo en la misma lista y duplicando los capítulos de un anterior
repertorio presentado por su predecesor, hace dos años.
Puigdemont llegó a palacio con la fatuidad
del enano con alzas, pequeño pero matón. Aleccionando a diestro y siniestro
sobre los secretos de conseguir una investidura en el tiempo de descuento.
“Nosotros hemos sabido gestionar la
complejidad”, fue su mantra esta tarde de primavera. Debería de erguirse el
presidente catalán, o ponerse de puntillas, para poder alcanzar a ver las
carpetas de temas pendientes que llenan su mesa de trabajo. Los catalanes
tenemos un ejecutivo sin las cortapisas que impone la interinidad, pero tener
gobierno no equivale a gobernar, como bien nos han enseñado los últimos cien días
de parálisis permanente. Gestionar la complejidad significa algo más que
investir a un presidente, también significa garantizar el bienestar de los
ciudadanos, aprobar un presupuesto social, redistribuidor y justo, legislar
buscando el bien común, atender a los más frágiles…
Puigdemont se ha gustado ante el espejo,
los tacones lo estilizan y le dan un porte falsamente gallardo. Pero sigue
siendo menudo, exiguo, prácticamente imperceptible. Pocos se fijan en él. Le será difícil gestionar la verdadera complejidad que se le
viene encima, sin ilusorios heroísmos, desde la siempre incómoda posición del
cero a la izquierda.