Tengo un amigo
repudiado que empleó ingentes recursos en la tarea de construirse, y cuando se
había aceptado tal como era lo rompieron en pedazos. Fue en una megalópolis de
esas, gigantesca e impersonal, donde la pareja es una boya que te mantiene a flote pero
no evita que vayas a la deriva.
Él era
introvertido, ella es una saltimbanqui. ¿O quizás iba al revés? Él es un funambulista,
ella era timorata, empalagosa y mortalmente aburrida.
La ruptura fue de
puro melodrama: lágrimas sin contención, venas a punto de abrirse y abismos
desde los que precipitarse. Pero cuando pasó la llorera, comprobaron asombrados
que las secuelas eran reversibles. Y ambos iniciaron el proceso de reconstrucción,
hasta el próximo cataclismo que llegará y volverá a devastarlos.
Pensaréis que no
les tengo fe a ninguno de los dos. Y acertaréis. Pero más que de ellos,
desconfío de la irracionalidad de las emociones y de los espejismos urbanos que
engañan con la falsa impresión de que jamás estaremos solos en medio de
ingentes multitudes.
Hoy, mi amigo la
anda rehuyendo, temiendo el casi imposible reencuentro al doblar cualquier
esquina. Pero como es de San Valentín, mañana la recordará, probablemente sin
nostalgia y con resentimiento por haberlo abandonado en mitad de la ciudad angustiosa. Se engañará, convenciéndose de que realmente nunca la amó.
Si fuera de Sant Jordi, como yo, habría tamizado el cariño con literatura, la
odiaría menos y habría leído más, que le conviene.